6 de abril de 2025
LAMPAZO, EL PERRO QUE NUNCA ABANDONÓ SU BARCO

Entrás a la Fragata Sarmiento y ahí está. No es un retrato de un almirante olvidado, ni una reliquia de guerra. Es un perro. Un perro embalsamado dentro de una vitrina. Y te preguntás, como todos los que lo ven por primera vez: ¿Qué hace un perro en un museo naval?
Hay historias que nadie recuerda escribir, pero que persisten como las olas en la memoria de quienes las vivieron. Historias con olor a salitre, con el eco del viento silbando entre los mástiles y con la lealtad de un amigo de cuatro patas que jamás pidió otra cosa que estar allí. Historias como la de Lampazo.
Lampazo no es un perro cualquiera. Es un Terranova, sí. Es un símbolo, también. Representa la hermandad entre el hombre y el mar, la lealtad inquebrantable, el espíritu indomable de aquellos que navegan sin importar las tormentas. Pero, por sobre todas las cosas, fue un marinero. Uno que jamás abandonó su puesto, uno que navegó los mares con la tripulación, que compartió las tormentas y las noches estrelladas, que conoció el rugido de los motores y el crujido de la madera al compás del oleaje.
¿Puede un perro ser más leal que un hombre? Puede. ¿Puede un perro convertirse en leyenda? También. Si no me creen, pregunten a cualquiera que haya pisado la Fragata ARA Presidente Sarmiento. Pregunten a los niños que visitan el buque museo y salen de allí con el nombre de Lampazo grabado en la memoria, como si de un viejo lobo de mar se tratara. Pregunten a los marinos, a los turistas, a los historiadores. Todos lo recuerdan. Todos saben quién fue.
II
No hay una travesía sin un compañero. En los barcos, en la vida, en la guerra. Just Nuisance, un gran danés de la Marina Real británica durante la Segunda Guerra Mundial, fue enrolado oficialmente en la armada y se convirtió en un símbolo de lealtad para los marinos. Como él, Lampazo no fue solo un perro, sino un verdadero camarada de navegación, alguien que compartía las mareas y los puertos con su tripulación. Lampazo llegó al mar de la mano del capitán Laprade, comandante de la Fragata Libertad en 1921. No era un simple animal de compañía; era un tripulante más. Como los perros que ayudaban a rescatar marinos en las aguas heladas del Atlántico, como los que tiraban de las redes de pesca en los puertos más fríos de Europa, como los que jalaban trineos en la Antártida. Su linaje estaba hecho para el esfuerzo, para la entrega, para la fidelidad.
Su nombre, "Lampazo", no era casual. En los barcos, el lampazo es la herramienta con la que se limpian las cubiertas, y quizá la larga cola de este perro inspiró el apodo. O quizá, simplemente, su espíritu incansable, su andar paciente, su presencia inquebrantable, hicieron que su nombre se volviera inseparable del de la fragata.
Navegó los mares, recorrió puertos, fue testigo de despedidas y regresos, de juramentos y promesas. Como otros perros marinos famosos, como Just Nuisance, el gran danés que fue enrolado en la Marina Real británica y se convirtió en un emblema de la Segunda Guerra Mundial, Lampazo también dejó su huella imborrable.
Se cuenta que en una travesía, un marinero cayó al agua durante una tormenta. La tripulación luchaba contra la furia del mar cuando, sin dudarlo, Lampazo saltó tras él. Con sus poderosas patas nadó hasta alcanzarlo y lo mantuvo a flote hasta que lograron rescatarlos. A partir de ese día, nadie más volvió a cuestionar su lugar en la tripulación. No era solo una mascota; era un héroe.
Y cuando la historia decidió que su travesía debía terminar, Lampazo no desapareció. No fue olvidado. Su cuerpo, embalsamado, sigue a bordo. No como un trofeo, no como una rareza de museo, sino como un guardián eterno. Como la memoria viva de aquellos que entienden que el amor y la lealtad no mueren con la carne, sino que sobreviven en la historia.
III
Los marinos le dejan flores. Los niños le dedican dibujos. Los ancianos le cuentan historias a los nietos sobre aquel perro que nunca abandonó su barco. Una vez, un veterano de la Armada, con el uniforme impecable y una mirada cargada de nostalgia, se acercó a la vitrina donde descansa Lampazo. Se quedó allí en silencio, con los ojos vidriosos, y luego sacó de su bolsillo una medalla. "Tú también mereces una condecoración, viejo amigo", murmuró antes de dejarla junto a él. Desde ese día, la medalla sigue allí, un tributo de un marino a otro, más allá de las especies y del tiempo.
Con el paso de los años, el tiempo comenzó a hacer mella en su cuerpo embalsamado. Su pelaje se había apagado, y algunos visitantes del museo notaban el deterioro. Fue entonces cuando un grupo de historiadores navales y conservadores decidió intervenir. No dudaron en restaurarlo. Lampazo volvió al museo como el viejo marinero que regresa a su casa después de años de mar y tempestades. Renovado, entero, listo para seguir recibiendo a quienes quieran escuchar su historia.
Porque Lampazo no es solo un perro embalsamado en una vitrina. Es el símbolo de la lealtad. Es la certeza de que hay amores que no necesitan palabras. Es la prueba de que hay historias que, aunque no aparezcan en los libros de historia, nunca se hunden en el olvido.
Entre las muchas visitas que ha recibido, hay una que aún conmueve a quienes la presenciaron: un antiguo marino, con más años que fuerzas, se detuvo frente a Lampazo, le hizo un saludo marcial y murmuró algo apenas audible. Luego, se secó los ojos con el dorso de la mano y siguió su camino. No dijo nada. No hacía falta. Había encontrado a un viejo camarada.
El libro de visitas del museo está repleto de mensajes dedicados a Lampazo. Algunos escritos por niños maravillados por su historia, otros por viejos marinos que entienden el significado de la camaradería. "Siempre fuiste uno de nosotros", se puede leer en una de las páginas gastadas.
IV
Hay algo en la mirada de los perros que es puro, absoluto, sin sombras. Algo que ni el tiempo, ni la muerte, ni la distancia pueden borrar.
Lampazo sigue allí, en la Fragata Sarmiento. No se ha ido. No se irá nunca.
Y tal vez, cuando el viento sople fuerte entre los mástiles, cuando la noche sea lo suficientemente oscura y el río lo permita, alguien escuche el leve eco de sus pasos sobre la cubierta. O el ladrido de un perro marino que jamás abandonó su barco.
Y entonces, en el rincón más oculto del alma, el marino que todos llevamos dentro no podrá contener la emoción. Porque los hombres también lloran, cuando el amor y la lealtad los tocan en lo más profundo. Y al hacerlo, con la mirada perdida en el horizonte, sentirán que Lampazo sigue allí, eterno como el mar.
FUENTE: Facebook de Roberno Arnaiz